lunes, 22 de febrero de 2021

Río Sucio (2020) Crítica de Cine por Gabriel González-Vega


 

“Río Sucio”

 

“El infierno prometido va a empezar”

José Saramago, Ensayo sobre la ceguera

 

Cine costarricense sagaz y sugestivo

-de lo mejor de la región centroamericana-

 

Gabriel González-Vega       *Académico jubilado de Estudios Generales, UNA

Gabriel.gonzalez.vega@una.cr

 

El estreno fue inusual debido a la pandemia, mas es evidente la importancia de esta esmerada película de Gustavo Fallas. A él lo conocemos desde hace años (es otro artista que aprovechó su paso por el Castella del visionario Arnoldo Herrera). Lo vi por primera vez, como actor, en el incisivo corto “Una mancha de grasa”, de Víctor Vega, y hemos seguido su fructífero proceso de estudio, práctica y crecimiento como creador audiovisual, que lo llevó por Canadá, Francia y España. Tuve el gusto de ser productor ejecutivo de su misterioso corto “Variaciones sobre un mismo crimen” (codirigido con Jurgen Ureña), y aprecio su atractiva ópera prima “Puerto padre”, merecidamente reconocida en nuestro festival de cine (y en el de Montreal). En esa apareció el notable actor internacional y compañero en “Presos”, Leynar Gómez, en un pequeño y logrado papel. Y allí, en el viejo hotel puntarenense Las Hamacas, se revela el talento de Gustavo Fallas y sus equipos para crear ambientes inquietantes. Fallas se toma su tiempo para realizar cada proyecto -por demás no es fácil en un país aún sin verdadera industria y con un ministerio agonizante en manos de una burócrata incompetente-. Por dicha contó con dos productores muy hábiles y buena nota, Blas Dotta y Ruth Sibaja. Esto hace que su trabajo sea muy depurado. Tuve ocasión de poner un granito de arena en la edición y maravillarme desde antes con una obra que estimo redonda, relevante, admirable.

 

Nuestro incipiente cine presenta obras de interés comercial, superficiales, centradas en el humor, más o menos vulgar; algunas exitosas. Otras son visiones muy personales, arcanas y difusas, más o menos logradas. Las ficciones que más aprecio, por su buena factura y por su solidez temática, son los dramas sicológicos o sociales, como “Caribe y “Gestación”, de Esteban Ramírez (de las que además soy co productor), y hermosos retratos como “Violeta al fin (Hilda Hidalgo) y “El baile de la gacela(Iván Porras). Hay otros directores como Patricia Velásquez, José Miguel González, Alexandra Latishev, Ishtar Yasin, Antonella Sudassasi, César Caro, y varios más, contando relatos o creando ambientes sugestivos que merecen atención (aparte de los valiosos documentales de Ernesto Jara, Patricia Howell, Esteban Richmond, et al; y también estupendos cortos y animaciones).

 

Río sucio es una película minimalista, equilibrada, sugerente, que demuestra sapiencia audiovisual. Filmada en el Cerro Chiral, Tarrazú, incorpora el entorno natural y pueblerino, rural, a su historia de angustias y paisajes, parafraseando al maestro Carlos Salazar Herrera, cuya mirada incisiva está presente en este relato fatalista. Una casucha en medio del monte (estupenda locación) alberga a un viejo harapiento, que se esconde allí con sus miedos y rencores delirantes. Sobrevive a duras penas con su escaso ganado. La pérdida de una vaca y la llegada de un nieto de doce años, al que no conoce, son el punto de giro que exacerba su paranoia y nos lo muestra en su inevitable ruta al abismo.

 

En su soledad y desorden, cultiva el odio al vecino, un indígena que alguna vez explotó. Lo acusa de sus males y se mantiene en guardia, escopeta en mano. El pariente recién llegado escucha en silencio el ruido de su encono, sin asentir ni disputar. El viejo, grosero y tosco, apenas si habla para dar órdenes. El joven protesta con su silencio. La falta de confianza y cariño siquiera elemental muestra también un patriarcado necrófilo vigente en actos y circunstancias. El machismo, la sospecha, las carencias, la oscuridad apenas rasgada con candelas, son rutina. Los peligros verdaderos los representa una serpiente que se arrima al rancho.

 

Escogieron esa zona para el rodaje porque una neblina constante cubre el bosque, niebla como la que sufre el viejo, aquejado de ceguera progresiva y atrapado por fantasmas demenciales. Por eso la exuberancia de la naturaleza es opacada por una bruma que distorsiona la realidad, que la encubre, lo que la eficaz fotografía de Gabriel Serra logra mostrar con acierto, siendo el momento más luminoso la crucial escena del río, donde el nieto y el vecino, nadando y pescando al estilo de antaño, descubren la amistad, siendo la pérdida de ropa metáfora de la ausencia de miedo, lavados por un agua que fluye fresca como ese encuentro afable. Una expresiva banda sonora potencia las escenas.

 

Sabemos poco del origen de cada quién, apenas algunas fotos y alusiones a una familia disfuncional; pero esto no mengua el interés. Elías Jiménez (Víctor), actor de tablas, construye con esmero su atribulado personaje. Fabricio Martí (Ricardo), de rostro angelical, ofrece un buen contrapunto. Ambos son parcos, están a la defensiva y se sienten a disgusto con el mundo, por razones diferentes. Las interpretaciones no son fáciles pues aparecen constantemente en primer plano y en tensión; mas están bien logradas. Reconocemos la actitud protectora del viejo, pero hasta ahí llega lo bueno de este hombre confundido y empozado. Al machismo se unen su desgarramiento interior y el mutismo del chico; un clima enrarecido en medio de la pobreza. Una sensata cantinera, trazada con aplomo por la competente Gladys Alzate, tiene contacto ocasional con el ermitaño; vínculo entre erótico y afectivo, trunco y áspero como todo lo que tiene que ver con el amargado protagonista. Edgar Maroto, indígena boruca, ofrece el otro estupendo contrapunto. Sereno, fuerte en vez de agresivo, mas también callado. Es víctima de la furia del ciego, mas se lo toma con calma. Y en un proceso bien planteado por el guion, logra comunicarse con el joven; la vida sonríe. Vínculo que el desconfiado vecino rompe ansioso. Si bien Maroto, convincente, carecía de experiencia actoral, sí la tenía como intérprete en la Fiesta de Los Diablitos, según leímos. Disfrutamos de un muy buen nivel actoral y ninguna secuencia es débil. Los otros escenarios, la cantina, el centro de salud, son adecuados. Un fugitivo, solo mencionado, atacabos sueltos y permite un cameo fotográfico a Gustavo. El final, de “western tropical”, es un clímax certero, con un desenlace tan triste como apropiado. La idea central me recuerda el genial corto Vecinos de Norman Mc Laren (Óscar 1 952). Somos una sola humanidad. Lección moral sin moralina.

 

Esta segunda película de Gustavo Fallas no es complicada pero sí compleja en su aparente sencillez. Es un relato muy bien construido, coherente, bien dosificado, que deja huella. Una base estupenda para desarrollar reflexiones muy amplias. En particular, el tema del otro como amenaza. El miedo a la diversidad. El odio que surge de ese sentimiento devastador. Y que ahora vemos a diario multiplicado por las redes. También, expone la masculinidad tóxica y su voluntad necrófila. Temas de enorme y urgente vigencia, tratados con destreza; con pericia técnica, con solidez narrativa, con rigor conceptual.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario