“Río Sucio”
“El infierno prometido va a
empezar”
José Saramago, Ensayo sobre
la ceguera
Cine
costarricense sagaz y sugestivo
-de
lo mejor de la región centroamericana-
Gabriel
González-Vega *Académico jubilado de Estudios
Generales, UNA
El estreno fue inusual debido a la pandemia, mas es evidente
la importancia de esta esmerada película de Gustavo Fallas. A él lo conocemos
desde hace años (es otro artista que aprovechó su paso por el Castella del
visionario Arnoldo Herrera). Lo vi por primera vez, como actor, en el
incisivo corto “Una mancha de grasa”, de Víctor Vega, y
hemos seguido su fructífero proceso de estudio, práctica y crecimiento como
creador audiovisual, que lo llevó por Canadá, Francia y España. Tuve el gusto
de ser productor ejecutivo de su misterioso corto “Variaciones sobre un
mismo crimen” (codirigido con Jurgen Ureña), y aprecio su
atractiva ópera prima “Puerto padre”, merecidamente reconocida
en nuestro festival de cine (y en el de Montreal). En esa apareció el notable
actor internacional y compañero en “Presos”, Leynar Gómez,
en un pequeño y logrado papel. Y allí, en el viejo hotel puntarenense Las
Hamacas, se revela el talento de Gustavo Fallas y sus equipos
para crear ambientes inquietantes. Fallas se toma su tiempo para
realizar cada proyecto -por demás no es fácil en un país aún sin verdadera
industria y con un ministerio agonizante en manos de una burócrata
incompetente-. Por dicha contó con dos productores muy hábiles y buena nota, Blas
Dotta y Ruth Sibaja. Esto hace que su trabajo sea muy depurado. Tuve
ocasión de poner un granito de arena en la edición y maravillarme desde antes
con una obra que estimo redonda, relevante, admirable.
Nuestro incipiente cine presenta obras de interés
comercial, superficiales, centradas en el humor, más o menos vulgar; algunas
exitosas. Otras son visiones muy personales, arcanas y difusas, más o menos logradas.
Las ficciones que más aprecio, por su buena factura y por su solidez temática,
son los dramas sicológicos o sociales, como “Caribe” y “Gestación”,
de Esteban Ramírez (de las que además soy co productor), y hermosos retratos
como “Violeta al fin” (Hilda Hidalgo) y “El
baile de la gacela” (Iván Porras). Hay otros directores
como Patricia Velásquez, José Miguel González, Alexandra
Latishev, Ishtar Yasin, Antonella Sudassasi, César Caro,
y varios más, contando relatos o creando ambientes sugestivos que merecen
atención (aparte de los valiosos documentales de Ernesto Jara, Patricia
Howell, Esteban Richmond, et al; y también estupendos cortos y
animaciones).
“Río sucio” es una película minimalista, equilibrada, sugerente, que
demuestra sapiencia audiovisual. Filmada en el Cerro Chiral, Tarrazú, incorpora
el entorno natural y pueblerino, rural, a su historia de angustias y paisajes,
parafraseando al maestro Carlos Salazar Herrera, cuya mirada
incisiva está presente en este relato fatalista. Una casucha en medio del monte
(estupenda locación) alberga a un viejo harapiento, que se esconde allí con sus
miedos y rencores delirantes. Sobrevive a duras penas con su escaso ganado. La
pérdida de una vaca y la llegada de un nieto de doce años, al que no conoce,
son el punto de giro que exacerba su paranoia y nos lo muestra en su inevitable
ruta al abismo.
En su soledad y desorden, cultiva el odio al vecino, un
indígena que alguna vez explotó. Lo acusa de sus males y se mantiene en
guardia, escopeta en mano. El pariente recién llegado escucha en silencio el
ruido de su encono, sin asentir ni disputar. El viejo, grosero y tosco, apenas
si habla para dar órdenes. El joven protesta con su silencio. La falta de
confianza y cariño siquiera elemental muestra también un patriarcado necrófilo vigente
en actos y circunstancias. El machismo, la sospecha, las carencias, la
oscuridad apenas rasgada con candelas, son rutina. Los peligros verdaderos los
representa una serpiente que se arrima al rancho.
Escogieron esa zona para el rodaje porque una neblina
constante cubre el bosque, niebla como la que sufre el viejo, aquejado de
ceguera progresiva y atrapado por fantasmas demenciales. Por eso la exuberancia
de la naturaleza es opacada por una bruma que distorsiona la realidad, que la
encubre, lo que la eficaz fotografía de Gabriel Serra logra mostrar con
acierto, siendo el momento más luminoso la crucial escena del río, donde el
nieto y el vecino, nadando y pescando al estilo de antaño, descubren la
amistad, siendo la pérdida de ropa metáfora de la ausencia de miedo, lavados
por un agua que fluye fresca como ese encuentro afable. Una expresiva banda
sonora potencia las escenas.
Sabemos poco del origen de cada quién, apenas algunas
fotos y alusiones a una familia disfuncional; pero esto no mengua el interés. Elías
Jiménez (Víctor), actor de tablas, construye con esmero su atribulado
personaje. Fabricio Martí (Ricardo), de rostro angelical, ofrece un buen
contrapunto. Ambos son parcos, están a la defensiva y se sienten a disgusto con
el mundo, por razones diferentes. Las interpretaciones no son fáciles pues
aparecen constantemente en primer plano y en tensión; mas están bien logradas. Reconocemos
la actitud protectora del viejo, pero hasta ahí llega lo bueno de este hombre
confundido y empozado. Al machismo se unen su desgarramiento interior y el
mutismo del chico; un clima enrarecido en medio de la pobreza. Una sensata cantinera,
trazada con aplomo por la competente Gladys Alzate, tiene contacto
ocasional con el ermitaño; vínculo entre erótico y afectivo, trunco y áspero como
todo lo que tiene que ver con el amargado protagonista. Edgar Maroto,
indígena boruca, ofrece el otro estupendo contrapunto. Sereno, fuerte en vez de
agresivo, mas también callado. Es víctima de la furia del ciego, mas se lo toma
con calma. Y en un proceso bien planteado por el guion, logra comunicarse con
el joven; la vida sonríe. Vínculo que el desconfiado vecino rompe ansioso. Si bien
Maroto, convincente, carecía de experiencia actoral, sí la tenía como
intérprete en la Fiesta de Los Diablitos, según leímos. Disfrutamos de un muy
buen nivel actoral y ninguna secuencia es débil. Los otros escenarios, la
cantina, el centro de salud, son adecuados. Un fugitivo, solo mencionado,
atacabos sueltos y permite un cameo fotográfico a Gustavo. El final, de
“western tropical”, es un clímax certero, con un desenlace tan triste como
apropiado. La idea central me recuerda el genial corto Vecinos de Norman
Mc Laren (Óscar 1 952). Somos una sola humanidad. Lección moral sin moralina.
Esta segunda película de Gustavo Fallas no
es complicada pero sí compleja en su aparente sencillez. Es un relato muy bien
construido, coherente, bien dosificado, que deja huella. Una base estupenda
para desarrollar reflexiones muy amplias. En particular, el tema del otro como
amenaza. El miedo a la diversidad. El odio que surge de ese sentimiento devastador.
Y que ahora vemos a diario multiplicado por las redes. También, expone la masculinidad
tóxica y su voluntad necrófila. Temas de enorme y urgente vigencia, tratados
con destreza; con pericia técnica, con solidez narrativa, con rigor conceptual.
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